El liberalismo económico y sus falacias

“La mano invisible”

El Roto

En 1776, hace ya 250 años, Adam Smith publicó “La riqueza de las naciones”, indiscutida piedra fundacional del liberalismo económico que hoy defienden y aplican una gran parte de nuestros dirigentes y es seña de identidad de toda la derecha y ultraderecha.

En el texto aparece por primera vez la metáfora de “la mano invisible”, que ilustra la tesis de que, en un sistema de libre mercado, las decisiones individuales y egoístas de los agentes económicos, buscando exclusivamente su propio interés, conducen sigilosamente (dirigidas por una mano invisible) al bienestar general de la sociedad.

Sería una paradoja notable: si todos y cada uno de nosotros buscáramos racionalmente y de forma egoísta nuestro “bien privado” el resultado, en muchos casos, sería el “bien común”.

Pero lo trascendente del caso no es lo que escribió Adam Smith, que, en el fondo, no es más que una teoría sin demostración, tal y como se deduce del propio título completo de la obra (“Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”). De hecho, el texto solo pretende ser una explicación conceptual del funcionamiento de los mercados y la economía a finales del XVIII.

Lo realmente grave es cómo los ultraliberales económicos han utilizado (y lo siguen haciendo) el texto para justificar su egoísmo individual. Cómo lo han convertido en el dogma para negar la misma esencia de la sociedad, denostando la cooperación y elevando a los altares la competencia más salvaje, que siempre proporciona beneficios a los poderosos.

Porque una cosa que esos poderosos evitan considerar es lo que debe considerarse como “bien común”. Cuando se publicó “La riqueza de las naciones”, las mujeres no tenían derecho a voto, la esclavitud era legal, el colonialismo era moneda común en las relaciones internacionales y la riqueza de las naciones estaba en unas pocas manos. ¿Quién debe ser la referencia para analizar el bien común? ¿Los más desfavorecidos o lo que se llamaba “clase media”?

En esencia, el esquema es muy simple: (1) en un mercado libre, existe un equilibrio automático entre oferta y demanda; (2) los agentes económicos actúan racionalmente e intentan maximizar sus beneficios; (3) los empresarios compiten entre sí y (4) esa competencia conduce a la eficiencia económica.

“El dilema del prisionero”

En su versión clásica, se enuncia así:

“La policía arresta a dos sospechosos. No hay pruebas suficientes para condenarlos por lo que, por separado, les ofrece a los dos el mismo trato. Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total, diez años, y el primero será liberado. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero recibirá esos diez años y será el cómplice quien salga libre. Si ambos confiesan, ambos serán condenados a seis años. Si ambos lo niegan, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante un año por un cargo menor”.

El cuadro que sigue resume el esquema.

Pues bien, supongamos que los dos colegas son racionales y egoístas y que su objetivo es reducir su propia condena.

Cada uno de ellos tiene dos opciones (confesar/no confesar) pero con consecuencias desconocidas. El resultado depende de un factor ignoto: ¿Qué hará el otro?

Lo que sí sabe cada uno de ellos (son racionales) es que, si el otro confesase, a él le interesaría confesar también (6 años de condena frente a 10) y que, si el otro callase, a él le seguiría interesando confesar (libertad frente a un año de condena).

En consecuencia, uno y otro deciden confesar y cargar con 6 años de condena cada uno, mientras que, si ambos hubieran callado, les habría ido mucho mejor: ambos saldrían libres en solo un año.

En conclusión, así como la metáfora de “la mano invisible” ilustraba que, en determinados aspectos de la economía de entonces (muchos aspectos, decía Adam Smith), la competencia y la búsqueda egoísta de interés individual podían conducir a resultados beneficiosos para la colectividad, por el contrario, “el dilema del prisionero” señala que en otras ocasiones ello no se produce, sino que tanto para cada uno de los individuos como para la colectividad es preferible la cooperación y la búsqueda del bien común.

En otras palabras, cuando cada participante persigue su interés individual, no necesariamente promueve el máximo interés colectivo, en contra de lo que dicen los ultraliberales económicos.

El dilema del prisionero y la mano invisible del mercado

Cierto es que el dilema del prisionero no es más que un divertimento teórico y que no demuestra nada, pero sí es interesante por cuanto su esquema puede aplicarse a muchos casos reales en los que la globalización está presente.

Un ejemplo claro y actual es el relativo a los (al menos aparentes) esfuerzos internacionales por combatir el cambio climático mediante la reducción de emisiones de CO2. Todos los países tienen un interés colectivo en que las emisiones mundiales se anulen o, al menos, se moderen sustancialmente (las consecuencias gravosas del calentamiento global pueden ser tremendas desde todos los puntos de vista). Pero, simultáneamente, esa reducción de emisiones exige sacrificios, principalmente entre los grandes emisores (que en gran medida son los países más poderosos) y cada uno de esos países tiene la tentación de “escaquearse” y que sean los otros los que aporten esos sacrificios.

En resumen, si los grandes emisores compiten por minimizar los sacrificios que les corresponden individualmente y no aceptan una cooperación honesta, ciertamente la gran mayor parte de nosotros pagaremos las consecuencias.

Algunas otras consideraciones inocentes

Si se piensa un poco, es evidente que el dilema del prisionero aplica a muchos campos, alcanzando incluso a nuestro sistema político. A “la gente” nos iría mucho mejor si la confrontación partidista fuese cooperativa, pero nuestros dirigentes, egoístamente, ponen por delante la competición entre ellos y apuestan por hacer daño al otro.

Y, en coherencia con ello, la educación (y el deporte, y la cultura…) se encarga de ahormar a niños y jóvenes para convertirles, sobre todo, en competidores. La excusa es muy simple: para sobrevivir en este mundo es preciso estar siempre compitiendo. ¿No sería más sano intentar cambiar este mundo que nos enloquece?

Para acabar, unas palabras de J.A. Goytisolo que canta Paco Ibáñez: “Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá, me lo dijeron muchas veces y lo olvidaba muchas más. La vida es lucha despiadada nadie te ayuda, así, no más, y si tú solo no adelantas, te irán dejando atrás, atrás. ¡Anda muchacho dale duro! La tierra toda, el sol y el mar, son para aquellos que han sabido, sentarse sobre los demás”.

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