Con el tabaco empezó todo

Esta entrada debe mucho a este libro, verdaderamente enciclopédico e interesante.

Hablamos de la guerra sucia de la industria (de sus directivos) contra las evidencias científicas que perjudican sus intereses y también de la estrategia que desarrollan para conseguir un gran impacto social.

Empecemos por recordar el asunto del tabaco con una cita [1]:

La industria del tabaco fue finalmente declarada culpable de acuerdo con la Ley contra la extorsión criminal y las Organizaciones Corruptas [porque] la industria tabacalera había «ideado y ejecutado un plan para engañar a los consumidores y potenciales consumidores» sobre los peligros de los cigarrillos, peligros que sus propios documentos empresariales internos demostraban que conocían desde la década de 1950”.

Todos lo que tenemos ya unos años podemos recordar los argumentos con los que las tabacaleras se oponían a cualquier restricción a su sacrosanto negocio. Primero afirmando que no existían pruebas concluyentes de la relación entre tabaco y cáncer, luego relativizando la incidencia, más tarde despreciando los estudios epidemiológicos, afirmando que estos no permiten atribuir una causa concreta a un caso concreto, y, por fin, defendiendo el derecho individual de cada persona a fumar y atacando la capacidad normativa de los estados. Obviamente, también salieron a la palestra temas como la pérdida de puestos de trabajo y las posibles ventajas que entrañaba el fumar desde otros puntos de vista o el riesgo de convertir el negocio del tabaco en una actividad clandestina y de criminalizar a los fumadores. Informes pretendidamente científicos firmados por pretendidos científicos y financiados por las tabacaleras para hacer dudar de las evidencias científicas [2].

Hoy ya nadie cuestiona la relación tabaco-cáncer (y otras muchas dolencias), aunque, pese a todo, el tabaco sigue vendiéndose legalmente en estancos y bares, generando beneficios millonarios para las tabacaleras (y recaudación de impuestos para los gobiernos). Desde la otra orilla, hoy, al menos, la venta está sometida a algunas limitaciones (avisos en las cajetillas, restricciones a la publicidad, prohibición para menores, etc.) habiéndose incluso propuesto en algún ámbito la desaparición de la gratuidad del tratamiento de las dolencias asociadas al tabaco para los fumadores activos.

Esta fue la primera fase, pero la ofensiva de las tabacaleras no acabó ahí. Si había evidencias de que fumar mata, parecía razonable pensar que ser fumador pasivo también implicaba un gran riesgo de padecer cáncer.

Pues bien, los daños para el fumador pasivo también quedaron demostrados y también las tabacaleras intentaron desacreditar las evidencias que lo acreditaban. Para ello utilizaron argumentos similares a los que ya hemos visto: ausencia de evidencias científicas absolutas, posibilidad de existencia de un límite de tolerancia, pérdida de negocio y de puestos de trabajo en bares y restaurantes, imposibilidad de control, derechos individuales de los fumadores, etc.

Como consecuencia de su guerra sucia, las tabacaleras consiguieron retrasar medio siglo la adopción de medidas que eran indispensables pero que molestaban a sus negocios. Y en ese tiempo muchos fumadores, activos y pasivos, sufrieron los daños del fumar.

En resumen, la historia de una obscenidad suprema que permite calificar a sus protagonistas. No solo es que, en un asunto como es el de los fumadores pasivos, la industria y sus directivos hayan dado prioridad absoluta a sus beneficios, a sus intereses, respecto a la salud pública, es que, además, han financiado campañas de desinformación penadas por la ley. Han defendido un pretendido derecho individual a fumar, por encima del derecho, cierto y evidente, a la salud de sus hijos y del resto del personal. Han exigido una certeza absoluta de la conexión cáncer-tabaco cuando muy bien se les podría exigir a ellos la certeza absoluta de la inocuidad para otros del fumar individual.

Y es que, en estos asuntos, la pregunta nunca debiera referirse a la certeza absoluta del daño (las verdades científicas, por su propia esencia, están siempre en revisión) sino a la existencia (o no) de razones suficientes como para avalar una decisión de limitar (o prohibir) el consumo, evaluada desde un punto de vista colectivo (no exclusivamente empresarial).

El idear y ejecutar un plan para engañar a los potenciales consumidores a que se refería la sentencia citada más arriba mediante la siembra de dudas sobre evidencias científicas está siendo una constante desde que se inició la guerra “por” el tabaco. Desde entonces el modelo ha sido repetidamente copiado y, en ocasiones, perfeccionado.

Un episodio especialmente oscuro, en el que a las campañas de desinformación se sumaron otras de desprestigio de las denunciantes [3], fue el protagonizado por la industria química de los insecticidas. Aunque había razones suficientes para, al menos, afirmar que los insecticidas persistentes (el DDT entre otros) causaba graves daños a los ecosistemas [4], la industria defendió la continuidad de su comercialización con argumentos semejantes a los utilizados por las tabacaleras (“no está demostrado con certeza absoluta que…”).

Esta lucha fue más rápida y el DDT fue siendo prohibido por distintas administraciones (por la española en su territorio hace cuatro décadas), pero hoy renace con un nuevo argumento. Hoy los candidatos a sacar tajada de su producción y comercialización reconocen sus efectos dañinos para el medio y, por tanto, para todos los humanos, pero afirman que se compensan (y superan) por sus potenciales efectos benéficos en la lucha contra la malaria. Se trata de otra negación de evidencias científicas que han puesto de manifiesto que el efecto de estos insecticidas decae rápidamente por causa de la capacidad adaptativa de los insectos [5].

Otro caso. Todos hemos visto películas que se desarrollan en un ambiente urbano sombrío. Ese ambiente, al menos en parte, era debido a las emisiones de las fábricas próximas. Para mejorar la salubridad de los trabajadores y de las poblaciones próximas, las chimeneas han ido creciendo en altura, lo que hace que algunos de los contaminantes (sulfuros, NOx…) lleguen a las nubes y precipiten en lo que se llama “lluvia ácida[6].

La lluvia ácida tiene muchos efectos negativos (deforestación, esterilización de los suelos, acidificación de los mares…) y “ecologistas irresponsable” iniciaron movimientos para el control integral de la contaminación atmosférica, lo que, en la práctica, obligaba a instalar filtros en todas las fuentes de las emisiones.

Como en otros casos, los grandes emisores se opusieron y empezaron por poner en duda la misma existencia de la lluvia ácida, sus efectos y, finalmente, que la causa estuviese en las emisiones porque no había evidencias suficientes de que no estuviese causada por las erupciones volcánicas… Cierto es que el lobby emisor no pudo evitar la firma del Convenio de Ginebra de 1979 sobre contaminación atmosférica transfronteriza a gran distancia, pero sí consiguió retrasar enormemente todo el proceso.

También está el caso del descubrimiento del agujero de la capa de ozono que, a la larga, dio lugar a la prohibición de los CFC. También la industria se opuso y utilizó el mismo argumento básico de la carencia de evidencias científicas absolutas sobre el proceso y sobre la causalidad de los procesos negativos [7].

En suma, cuatro ejemplos notorios de campañas orquestadas que nos traen hasta el día de hoy, cuando la ofensiva de las grandes corporaciones intentan acallar las voces que se enfrentan al cambio climático.

Ya hay muchas evidencias científicas de la realidad del calentamiento global y de su origen antropocéntrico. Y estas evidencias también conducen a que, si queremos tener alguna posibilidad de frenar el proceso, no queda otra que anular las emisiones netas en menos en un plazo muy corto y eso nos obliga a renunciar al crecimiento económico insensato en que estamos inmersos.

Y ese decrecimiento no es del agrado de los poderosos que, en lugar de rebatir las evidencias, prefieren sembrar dudas sobre ellas como método más efectivo y sibilino de impedir la acción. Incluso van más allá y acusan de conspiración a científicos y activistas, cuando los medios de estos no son nada en relación con los que manejan las petroleras, por ejemplo.

Históricamente, como ponen de manifiesto los ejemplos presentados, las conspiraciones han existido y existen, pero en sentido contrario. A favor de los intereses de los que tienen medios suficientes para financiarlas, como son las petroleras o las eléctricas, por ejemplo.

La mezcla de seudociencia, fake news, redes sociales y política puede ser tan peligrosa como el mismo cambio climático.


NOTAS PERFECTAMENTE PRESCINDIBLES

[1] La cita proviene del libro del que reproducimos la portada: “Mercaderes de la duda. Cómo un puñado de científicos ocultaron la verdad sobre el calentamiento global”. Conway y Oreskes. Editorial Capitan Swing (original inglés 2011; castellano 2018). No conozco acceso a una versión digital libre. Sí es accesible en bibliotecas públicas.

[2] El caso personal del que escribe: fumador que dejó de serlo no por convencimiento abstracto sino por prescripción médica. El riesgo ya se había concretado en, al menos, una dolencia que denominan “claudicación intermitente”.

[3] Uno de los episodios más degradantes de los adalides de la industria ha sido la persecución implacable de Rachel Carson , autora del ensayo ‘Primavera Silenciosa‘ (1962) que está en el origen de la toma de conciencia de los efectos del DDT. Una persecución que se mantuvo más allá de su muerte, en 1964

[4] El Registro Estatal de Emisiones y Fuentes Contaminantes español especifica que:

Si la exposición al DDT es de corta duración esta sustancia irrita los ojos, la piel y el tracto respiratorio. Puede causar efectos en el sistema nervioso central dando lugar a convulsiones y un fallo respiratorio.

Una exposición excesiva al DDT puede afectar a la glándula suprarrenal, al cerebro, hígado, nervio periférico, sistema reproductivo y al feto, pudiendo provocar cáncer y tumores.

La persistencia media del DDT en un ecosistema es de tres años. Al ser un insecticida liposoluble, que sólo se disuelve en sustancias grasas, no se elimina en la orina y se acumula en los tejidos grasos. De tal forma que en el medio ambiente, un organismo que lo ingiere o absorbe lo acumula en sus tejidos grasos. Si este organismo sirve de alimentación a otro, éste acumulará lo que ya tenía de DDT más lo que ha ingerido de aquel. De esta manera, la concentración de DDT se va amplificando. El peligro medioambiental del DDT reside en su efecto biopersistente, ya que se acumula en la cadena trófica”.

[5] Se apoya en que en 2006 la OMS admitió su uso pero exclusivamente en la lucha para erradicar la malaria y  exclusivamente con fumigación en el interior de las viviendas, no en campo abierto.

[6] Puedes ver una síntesis muy clara del tema de la lluvia ácida en https://www.bbvaopenmind.com/ciencia/medio-ambiente/cuidado-con-la-lluvia-acida/

[7] Puedes ver una síntesis del proceso, que obvia las presiones de los lobbys, en https://elpais.com/diario/1995/01/02/sociedad/789001201_850215.html

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